Yo aterricé en Argentina a los 12 años. Había participado en deportes
toda mi infancia pero ni por descuido tuve que patear una pelota redonda. Mis
años en USA alternaban entre el baseball, el basketball y el football. Este
último era el deporte donde me destacaba. Era receptor.
Aquí había un deporte gravitante que se practica año redondo en
estadios, potreros y calles de barrio. Y por supuesto los chicos de mi edad ya
manejaban con cierta decencia “la pelota”, así a secas, entendiéndose
inequívocamente que es la redonda del fútbol, deporte mundial.
A los pocos meses me tocó ir a veranear a un pueblito de Córdoba y ahí
había un grupo enorme de chicos de mi edad provenientes principalmente de
Buenos Aires, la propia Córdoba, Santiago del Estero y Tucumán. Y a las semanas
de llegar se organizó un partido de fútbol que aparentemente era tradicional
todos los años. Se armaban dos equipos que se llamaban Buenos Aires y Córdoba.
Los porteños eran mayoría así que en equipo cordobés se incluían a los
santiagueños y tucumanos. Y yo estaba ahí, mirando desde la orilla de la cancha
como correspondía a alguien que nunca había jugado a tan trascendente deporte. Yo
estaba parado detrás del arco de los cordobeses. El partido era re interesante,
había buenos jugadores de ambos lados. El arquero cordobés estaba ahí por
compromiso. A esa edad todos quieren jugar y quedar al arco es un castigo para
el circunstancial pibe. En un momento dado, cuando el partido estaba
promediando y bastante caliente, un jugador del equipo de Córdoba sale de la
cancha no recuerdo por qué. El arquero desesperado ve su oportunidad y quiere
salir corriendo a ocupar su lugar. Mira alrededor con cara de necesidad y me
ve. Inmediatamente me grita: “vos quedá al arco, yo tengo que jugar.” Así, como
si quedar al arco no calificara como “jugar”. Antes de que pudiera decir “esta
boca era mía” veo que el partido prosigue y no hay nadie en el arco. Me ubico
más o menos en el lugar correspondiente y empiezo a focalizarme en la pelota.
Veamos en qué consistía mi experiencia en el “football”. El receptor
es el que corre hacia adelante sin la pelota a la espera que el “mariscal”
despache un pase que en el caso que lo baraje sin que toque el piso se
considera “completo” y un gana mucho terreno hasta que un rival te voltea. Para
poder atrapar la pelota debo eludir a un marcador que se pega a uno como
chicle. Si decido correr en profundidad y mi marchador me sigue atrás, el
mariscal debe tirar una pelota “llovida” que pase por sobre el cuerpo de mi
marcador y yo debo atraparla por sobre mi cabeza con los brazos extendidos
hacia adelante y mi cabeza mirando hacia atrás en dirección de la pelota que se
acerca. Y es una pelota ovalada, más chica y puntiaguda que una de rugby. Si
decido engañar a mi marcador y quedar entre él y el pasador, aquí hago contacto
visual y me tira un pase recto apuntando a mi pecho. O si al eludir a mi
marcador quedo corriendo a lo ancho de la cancha con el marcador detrás el pase
irá un metro delante de mí para quedar inalcanzable al rival. Yo había
desarrollado estas habilidades muy particulares que ahora en Argentina me eran
totalmente inútiles. O al menos eso creía.
No pasaron muchos segundos en el partido hasta que un par de rivales
se acercan al arco con la pelota dominada y antes que la defensa pueda
interponerse uno de ellos patea al arco. Una pelota redonda que se dirige en mi
dirección era algo que me resultaba familiar. No solo eso, más sencillo. Algo
redondo es más previsible que algo ovalado. Sin ningún esfuerzo la atrapo. No
atajar, tirarla por ahí, o despejar al corner. Atraparla, no dar rebote,
dejarla pegada a mi pecho. Memoria muscular, lo llama un amigo músico. Mis
compañeros quedan sorprendidos. Nunca me habían visto jugar. Y así prosiguió el
partido, me atajé absolutamente todo, no pudieron hacer un gol más los
porteños. Y me parecía un privilegio casi vergonzante que yo podía usar las
manos y los demás no. Una pavada me latía. Así me introduje al más popular de
los deportes.
Me fascinaba quedar al arco. Pero con el correr de los meses comprendí
que es el más solitario de los puestos. Y el más ingrato. Si tu equipo llega a
perder por 1 a 0 y vos tenés algo que ver con el gol rival queda la sensación
que sos el culpable de la derrota. Nadie culpa de la derrota a los otros 10 que
durante una hora y media no pudieron hacer un puto gol en un arco rival de casi
siete metros y medio de ancho por casi 2 y medio de alto.
Mientras desarrollaba ciertas destrezas propias del nuevo puesto yo ya
había arrancado de lleno con mi formación técnica. Esto permitía saber que la
trayectoria de la pelota era una parábola y si el pateador dominaba el
“chanfle” podía semejarse a una hipérbola. Pero siempre respeta una simetría
casi religiosa. Un perro adquiere esa virtud de pronosticar la parábola de
manera muy precisa. Arrojale un trozo de comida y la atrapa al vuelo. Eso es
predecir la trayectoria.
Todas estas memorias y reflexiones volvieron a mi mente al ver las
tribulaciones que está pasando el nuevo arquero de Boca Axel Werner. Alcancé a
ver los 3 goles que le convierte Aldosivi a Boca hace una semana y que pusieron
en duda al pobre arquero. Y si, en al menos 2 de ellos tiene algo de
responsabilidad. Veamos en detalle.
El primer gol es producto de un patadón que se origina dentro del
campo de Aldosivi. Estamos hablando de más de 50 metros de trayectoria. En
términos deportivos esto es una eternidad. La trayectoria de la pelota es una
parábola perfecta. El arquero debe saber que al alcanzar su máxima altura el resto
de la trayectoria es un reflejo perfecto de lo ocurrido hasta entonces. Hay una
mínima diferencia pero que no hace a lo central del fenómeno. La pelota iba a
caer dentro del área. Podía usar las manos, la atrapaba en el aire, nada
pasaba. Dejarla rebotar es un crimen. ¿Por qué? Porque al impactar sobre el
terreno y “rebotar” una parte de la energía que traía la pelota la vuelve a
impulsar generándose una segunda parábola. Pero mientras la pelota viene
cayendo, antes de impactar el terreno, esta segunda parábola es una incógnita.
Depende de la dureza del terreno, del largo del césped, de la presión del aire
dentro de la pelota y otras minucias. “Coeficiente de Restitución” le llamaría
un físico presumido. Por lo tanto es más difícil pronosticar por donde pasará y
uno se expone a exactamente lo que le pasó al Axel. Regla: abarajala en el aire
con la autoridad que te da el área y la enorme ventaja de usar las manos. Si no
te animás, parate debajo del arco para agarrarla antes de que ingrese. Si no
pasa por ahí, no hay posibilidad de papelón, saldrá solita afuera.
El segundo gol. Esta situación es distinta. Pero no demasiado. Es un
tiro de esquina. En el área se paran todos los jugadores, propios y rivales. La
primera opción para el rival es que salte y cabecee redireccionando la pelota hacia
el arco. Un buen cabeceador sabe elevarse y colocar la cabeza para desviar la
pelota al lugar que se propone. Un excelente cabeceador no solo coloca la
cabeza sino que la mueve de tal manera de además de desviarla la acelera al
impactarla. El tiempo de reacción del arquero en este caso es mínima, en
particular si el cabezazo se produce cerca del arco. Pero aquí está un detalle
que pocos arqueros aplican, con notables excepciones. Un arquero de tamaño
normal y con un salto medianamente decente, al extender sus brazos tiene un
alcance mayor al mejor de los cabeceadores. Si la pelota viene en parábola
hacia el área y en particular cerca del arco (para mí el punto del penal era
una frontera virtual), el arquero puede anticipar al más pintau de los
atacantes elevándose más y antes de que la pelota esté a una altura alcanzable
para una cabeza. Uno tiene al menos 60 cms de ventaja en altura y eso puede
significar unos 2 metros en la horizontal. De nuevo, la parábola es previsible.
Aquí el amigo Werner se quedó parado bajo los palos y el contrario impactó la
pelota a muy pocos metros no dándole ninguna oportunidad. Era responsabilidad
del arquero no permitir que ese cabezazo ocurra. En el famoso partido final de
Méjico 86 cuando el equipo de Maradona sale campeón, el empate transitorio que
enmudeció al país fue un caso similar. El excelente arquero Nery Pumpido,
sabiendo lo que estaba en juego, dudó en salir a interceptar el centro
quedándose bajo el arco, la pelota pasó entre sus manos. El más completo de los
arqueros que me tocó ver fue sin duda Ubaldo Fillol que combinaba excelentes
reflejos con un dominio del área sorprendente. Probablemente el más audaz a la
hora de salir del arco y no dejar cabecear a los rivales era Hugo Orlando Gatti,
contemporáneo de Fillol. El fútbol actual creo que lleva a los arqueros a ser
algo más conservadores y por lo tanto necesitan depender de los reflejos porque
muchas veces los veo de espectadores mientras la jugada trasciende a muy pocos
metros. Cosa de estilos.
Volviendo al pobre Axel, en el tercer gol no tuvo responsabilidad
alguna, pero la cagada ya estaba hecha.
Como en muchos aspectos de mi vida, mi carrera como arquero quedó
inconclusa y nunca le di la importancia que por ahí se merecía. Jugué para mi
curso, para mi colegio, en la facultad, un par de partidos en la liga comercial
y un día llegué a jugar en la cancha de San Martín para las inferiores. Pero
definitivamente no era lo mío. Mis pasiones pasaban por otro lado. Me comí
algunos goles imperdonables como corresponde, pero no recuerdo ni un caso en
que un delantero me haya ganado en un salto ni que se me haya escurrido la
pelota por entre las manos. Por supuesto, la presión de jugar para un equipo
grande y quedar como probable titular de la noche a la mañana nunca la viví.
Espero que Axel aprenda de estos errores y se transforme en el buen arquero que
puede llegar a ser con los reflejos que tiene, virtud esta última difícil de
aprender. Con reflejos se nace. Lo demás, como todo en la vida, se logra con
trabajo.