martes, 28 de agosto de 2012

COPA DAVIS, DEUDA EXTERNA Y LOCALÍA


Copa Davis y FMI



Esta nota inédita y mal escrita del año 2002 me enorgullece hoy por el comentario final sobre el comportamiento corporativo de la prensa que hoy se hizo tema cotidiano. 

Lucas Arnold and David Nalbandian Isner VS Mahut, The Longest Tennis Match
Luis Corvalán  Tucumán, 21 de Septiembre 2002

Ayer disfruté del partido de dobles correspondiente a la semi-final de la Davis Cup edición 2002, a la que Argentina llegó luego de estar una década jugando en la segunda del tenis mundial a nivel países.
Aunque se perdió la serie, previsiblemente,  vencer en este encuentro me produjo casi tanta satisfacción como haberla ganado. Un poco por el hecho de que la improvisada dupla Nalbandian-Lucas Arnold (foto) derrotó al dream team ruso Safin-Kafelnikov y otro poco por la manera que se desarrolló el match, con ese paradigmático quinto set, record absoluto por sus 3 horas y pico de duración, remontando un quiebre en contra cuando ya casi todo estaba perdido. Estaba conciente de estar viendo en vivo un página gloriosa de la historia del deporte nacional, como gustan decir nuestros opinadores deportivos profesionales. 
Hay atenuantes a la derrota final, como ser la lesión de nuestro mejor jugador, Guillermo Cañas, el pésimo arbitraje, la condición de visitante, etc. Pero podemos estar más que satisfechos por lo logrado hasta aquí, con partidos en singles perdidos muy dignamente, jugando de igual a igual, e incluso con uno casi ganado por Gaudio, pero le apareció ese atroz encanto de ser argentino en el momento justo, y se le fue de las manos. Este estigma de nuestro deporte debería ser motivo de otro análisis: las quedadas sin nafta de Reutemann en la última vuelta, la pérdida de la final de Basketball en el último minuto, luego de ir ganando cómodo sólo segundos antes, el segundo lugar en el ranking de Vilas, a pesar de haber ganado 14 torneos en 1977 (récord absoluto) incluyendo 2 gran slams y finalista en otro (Connors el nº 1 ese año había ganado 3 torneos y jugado 1 final más), el fracaso de Meolans en los juego olímpicos, para sólo meses después vencer a los mismos rivales por muerte, etc. Pero ese es otro tema.  
Volviendo a la Copa Davis, no tenía claro como se designa al equipo local, ahora se que van alternando, pero es el equipo local en su condición de tal, el que elige que tipo de superficie en que se desarrollará la serie. Y evidentemente se elige la superficie en función de las cualidades de sus jugadores. Cada vez que Argentina fue local, se jugó en polvo de ladrillo, superficie usada en más del 90% de los clubes del país, y en la que los argentinos se sienten muy cómodos. Rusia eligió la superficie sintética por tener jugadores especialistas en esa superficie y justamente para disminuir las chances argentinas. Francia en cambio, eligió el polvo de ladrillo no tanto por sus jugadores, que andan igual de bien en ambas, sino previendo que USA pueda presentarse con sus monstruos Agassi y Sampras, casi invencibles en superficies rápidas. Y les dio resultado.
Esta estrategia de obligar al rival a jugar en situaciones que generan una ventaja para el país anfitrión, me recuerda mucho a la estrategia utilizada por el FMI a la hora de aconsejar e imponer recetas económicas. Es de público conocimiento, y confirmado y explicitado en detalle por Stiglitz, que el FMI es un brazo financiero de las potencias económicas, pero principalmente de Estados Unidos, en un reflejo exacto de esas alianzas como la usada durante la Guerra del Golfo o la de los Balcanes, donde USA tiene el peso preponderante, y usa a una serie de socios para blanquear internacionalmente su belicosidad.
El objetivo del FMI no es ayudar graciosamente a países necesitados de recursos, sino condicionar su comportamiento económico a través de estos préstamos, que generan obligaciones. El definitiva, el flujo neto de capitales parte siempre del país deudor hacia el prestamista, como ocurre en todos los casos similares, desde el más simple crédito bancario.
El liberalismo de mercado, el pensamiento único a partir de la caída del muro, su correlato globalizador, etc. no es más que la superficie más adecuada de juego para las potencias industrializadas. Los mercados abiertos van a favorecer a los países cuyos productos tienen mayor valor agregado, en detrimento de los países proveedores de materias primas, por ejemplo. Podríamos aprovechar este frenesí de libre mercado, e inundar a los grandes países con nuestros productos indudablemente competitivos: granos, azúcar, acero, aceites vegetales, limones, etc. Pero no, qué ocurrencia!!! Esos productos están “regulados”, protegidos, subsidiados por estos señores tan propensos a vender el discurso de la libre competencia, el juego de oferta y demanda, etc. O sea que, aparte de elegir la superficie de juego, también se aseguran de que el árbitro no aplique el reglamento propuesto por ellos de manera equitativa para ambas partes.
Hay una diferencia, sin embargo, con la Copa Davis, y es que la Argentina no va a ser local nunca, no estamos en condiciones de imponer superficies ni reglamentos a nadie. Lo que sí podríamos hacer es no aceptar estas condiciones de juego, en que es imposible ganar, hacer la nuestra de la mejor manera posible, usar el mundo globalizado como una gran cancha neutral, en que nos hagamos respetar por lo que somos (como Brasil, por ejemplo) y a partir de ahí sentarse a negociar con el prestamista cuanto se debe realmente y como vamos a devolverlo. Esto es lo que recomiendan economistas independientes reconocidos, incluyendo al propio Stiglitz (exasesor de Clinton, Premio Nobel, execonomista jefe del Banco Mundial) cuyos comentarios ocupan páginas interiores o marginales de nuestros grandes diarios. En cambio cuando un personaje mediocre y mundialmente inexistente como López Murphy dice que no arreglar con el Fondo significa el abismo y la defenestración, el comentario aparece en primera plana de todos medios de prensa corporativos del país, engañando y distorsionando los hechos. Esto es peligroso, cuando tenemos al enemigo durmiendo en casa, y a mi entender es el obstáculo más grande en el camino a encontrar una solución social, política y económica viable para nuestro maltrecho y querido país.

        


  

domingo, 26 de agosto de 2012

St. John: Escuela e Iglesia


St. John’s Chronicles. Capìtulo 2



 Fue sin querer queriendo…

Para el mismo lugar y tiempo de la anécdota del capítulo 1, también me ocurrieron cosas más profundas y trascendentes, que tuvieron una influencia perdurable en mi vida. La parroquia de St. John tenía su párroco, uno de esos típicos sacerdotes ovalados bonachones que veíamos en la misa de las 11 los domingos. Pero para los alumnos de la escuela, el prototipo del cura de nuestro imaginario era el otro. El segundo en jerarquía de la parroquia hacía las veces de director de la escuela. Un tipo alto, callado pero atractivo, siempre de sotana negra, que daría tranquilamente para un Francis Chisolm, rivalizando al nominado Gregory Peck en “Las Llaves del Reino” (1944).
Una sola vez, creo, vino al grado a charlar. Después de decir lo que tenía para decir, que no recuerdo en absoluto, se quedó para responder preguntas. Luego de unas cuantas, referidas la mayoría a cuestiones de fe, pude notar que en el ambiente una creciente tensión, como si había algo para preguntar que todos de alguna manera escabullían. Hasta que, luego de unos minutos, uno de mis compañeros, con más inocencia que bravura, se animó a la pregunta del millón: “Padre, cuales son las malas palabras?”
Para poner en contexto: a los 11 años, en un ambiente de culpa como no puede ser otro para un grupo de niños católicos, los únicos pecados al alcance de la mano son la mentira y la mala palabra. La mentira era de sentido común, y no la teníamos en duda, pero nuestra obsesión era saber lo de las malas palabras. Hasta dónde podíamos estirar la línea, qué cosas podíamos llegar a decir sin caer en la categoría de “pecado”, que si bien no iba a ser grave, a la larga nos afectaba el “scoring” y tendríamos que confesar en algún momento. El padre respondió con una frase breve, pero de tal nivel filosófico y conceptual, que ella sola inició un cambio paulatino y definitorio en mi formación y en mi vida. Dijo textual: “No existe la mala palabra, existe la mala intención” 
Mientras practicaba una explicación más extensa para los caídos del catre, yo me sumía en un mar de imágenes y recuerdos, conceptos que se reacomodaban y planteos a futuro que se veían ahora distintos. Fue inesperada. Para los que imaginaban un listado completo de improperios y calificativos era decepcionante.
Para mi fue un antes y un después. El tipo me estaba dando una guía muy sencilla para reconocer el pecado. No debía estudiar un listado del mal, interpretar mandamientos y caprichos varios. Simplemente con una mínima introspección, mirarse el alma de vez en cuando, uno podía andar por el sendero del bien, que de pronto se ensanchó considerablemente, con más confianza y tranquilidad. Eso con el tiempo produjo un resultado que estoy seguro no era la intención del padre, cuyo nombre injustamente olvidé. Fui ganado en autoestima, confiando más en mi criterio y a la larga me convirtió en un libre pensador, situación con la que me encuentro a gusto hoy.
Son varias las frases breves y fuertes, de las más variadas fuentes, que contribuyeron a forjar lo que a golpes llegué a ser hoy, con todas las dudas e inconsistencias incluidas. Me alegra poder, como en este caso, recordar las circunstancias y compartirlas con mis amigos.          

St. John’s Chronicles. Capítulo I


Una explicación tentativa sobre los orígenes del rap.

En la segunda mitad de 1967 yo iniciaba lo que sería mi último año lectivo en Estados Unidos. Vivía con mi familia en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra. Había dos colectividades muy numerosas que le daban un color particular: la italiana y la irlandesa. Esa combinación de inmigrantes pesaba en la población total, y como consecuencia la ciudad tenía una cantidad de parroquias y escuelas católicas muy superior a la media del país.
Yo asistía al sexto grado de una escuela primaria irlandesa llamada St. John y que dependía de la parroquia del mismo nombre. Como la educación privada y católica tenía un buen nivel comparada con la escuela pública, muchas familias de otros credos mandaban a sus hijos a esta y otras escuelas confesionales.
Yo tenía ese año un compañero nuevo. Un chico de raza negra (no se había incorporado todavía el término afroamericano al léxico cotidiano), atlético y de contextura algo grande para el promedio de edad del grado, de 11 años. Probablemente venía de repetir en otro colegio y tenía al menos un año más que el resto de nosotros. Era hijo de ateos y tenía nulos conocimientos religiosos. Era de hablar poco y no entabló amistad con ningún compañero de grado, al menos ese año.
Donde se encendía y se convertía en un auténtico líder era en los recreos. Teníamos un único recreo largo a media mañana y los varones nos juntábamos en la playa de estacionamiento de la iglesia, vacía los días de semana y jugábamos al football americano. Era un formidable mariscal, o quarterback como se conoce allí al estratégico puesto. Jugábamos la versión de ese deporte llamada “de contacto”, o “touch football”, donde tocar al rival que lleva la pelota equivale al tacle, variante muy popular justamente para practicar en playas de estacionamientos y pisos duros, evitando las caídas. Esto hacía virtualmente imprescindible ganar terreno a fuerza de pases en profundidad. Yo era el receptor más hábil del grado y eso nos llevó a unirnos en el juego, ya que éramos la combinación de ataque por excelencia del modesto equipo. De esa manera me convertí en su más cercano amigo dentro del grado, pese a lo distante de la relación, al punto que no recuerdo ni su nombre.
En 6º grado teníamos una maestra laica, a diferencia de los primeros grados donde algunas maestras eran monjas, que vivían en la misma parroquia. Era una mujer de cuarenta y pico que veíamos como “vieja”, oriunda de Boston. Como un gran número de mujeres de Boston de su edad, en la adolescencia había sido novia de JFK. Esporádicamente nos mostraba fotos para afirmar la credibilidad de su relato. Hacía 4 años que lo habían asesinado y faltaba menos de 6 meses para que su hermano Bobby corriera idéntica suerte.
Cada tanto, no todas las semanas, una monja nos enseñaba algo así como Religión, digo esto porque no era una materia formal, sino actividades y  charlas surtidas. Y eventualmente eso incluía asistir a una misa. Iba solo el grado a una pequeña capilla que usaban las monjas para rezar, no a la gran iglesia que quedaba, y queda aún, a pocos metros de la escuela. Ahí un cura daba la misa y la monja observaba y daba indicaciones de lo que había que hacer. Controlaba que todos recemos, cantemos, nos arrodillemos en los momentos indicados, y cosas por el estilo.
Nuestro compañero ateo no podía evitar ir en el pelotón e indefectiblemente se sentaba al lado mío en misa, para usarme a manera de copiloto y así facilitarle una hoja de ruta, simplemente para pasar lo más desapercibido posible y no recibir alguna advertencia de la monja. No tenía la más pálida idea de lo que estaba ocurriendo.        
Pero lo sorprendente fue cuando empezamos a rezar. Todos los chicos recitaban “padre nuestro…que estás en los cielos…santificado….” y por supuesto mi amigo no sabía la letra ni la entendía así convertida en un murmullo colectivo desganado. Pero a los pocos minutos logró mimetizarse con el resto. Simplemente se pegaba a la métrica, repetía la misma entonación y cadencias del resto del grado, pero con una letra que iba improvisando en tiempo real. Jamás escuché versos tan males hablados, blasfemos y desopilantes sincronizados perfectamente con las oraciones típicas de la misa católica. Todo esto realizado mientras mantenía una impenetrable cara de póker. Como corolario de todo eso, la monja quedaba embargada de emoción de ver el compromiso y devoción con que este chico de color se integraba a la misa, a una distancia suficiente para que sus palabras lleguen fundidas con el recitado circundante. Todo lo contrario del insolente latino de pelo largo parado al lado del sujeto, candidato aquel a las más variadas reprimendas, que no hacía otra cosa que intentar reprimir infructuosamente descostillarse de risa durante gran parte de tan solemne acto.