Relato Veraniego
Se despertó a una hora indefinida. El fuerte olor a limpio
de la sábana le resultó extraño. La oscuridad total solo aportaba al
desconcierto. Estaba en la bodega de un barco, en una cama por primera vez en
dos meses, pero no lo recordaba. Lo más concreto que tenía para aferrarse a la
realidad era el sueño que había tenido hace instantes. Era la recreación exacta
de lo vivido 72 horas antes. Estaba en el monte, como llamaban a la loma, parapetado
tras unas rocas, a pocos metros de la guarida excavada en el duro terreno y que
había sido su hogar todo ese tiempo. Su grupo era la última línea de defensa.
Si caían, sería solo cuestión de horas para que Puerto Argentino vuelva a manos
del invasor. Pero se tenía confianza. No era un simple conscripto, era un
infante de marina. El y sus compañeros venían de dos años de instrucción, bien
entrenados, alimentados y bien pertrechados. Mira infrarroja, fusil de mayor
calibre y alcance que el enemigo. Lo pudo ver avanzar en la noche con bastante
anticipación. Si tan solo los miles de otros soldados desplegados en las islas
hubieran tenido su formación, seguridad en si mismo y su entrenamiento, la
guerra ya se habría ganado. Esa noche, recreada por flashes desordenados en su
sueño, había herido al menos a tres, quizá uno muerto. Luego de la derrota, ya
rendido y sin su arma, tuvo que desfilar frente al enemigo. A diferencia de la
mayoría, disimulaba su agotamiento y caminaba erguido, miraba de frente, orgulloso
de estar ileso y sabiendo que su uniforme infundía respeto entre la tropa enemiga.
Recuperado de la desorientación inicial,
se sabía en el barco que lo estaba llevando a la Isla de Ascensión. Sentado en
la cama y en la oscuridad, decidió que la Marina sería su vida. Nada de volver
al mundo civil. Había encontrado su vocación, había estado en batalla, se había
ganado el respeto del enemigo, de sus compañeros y había descubierto una
autoestima que nunca antes había sentido. El regresaba con sus compañeros, los
que sobrevivieron, como parte de un ejército derrotado. Pero en esa oscuridad
absoluta, en medio del Atlántico, él tenía una sensación de triunfo personal
que no se atrevía a compartir.
Los años venideros fueron tumultuosos para las fuerzas
armadas. Pero él se encerró en su profesionalismo. Respetado en la fuerza por
su desempeño en Malvinas, su porte intimidante y su capacidad de aprender, al
poco tiempo ya era un oficial de carrera que vivía sin excesos pero cómodamente,
de su vocación.
Una noche de junio de 1982 había visto la muerte cara a
cara, había estado en batalla con un enemigo formidable. Las luces de la mañana
todavía lo encontraron resistiendo cuando llegó la orden de replegarse. Todo lo
que vino después le resultaba liviano. Sentía que la vida transcurría sin
esfuerzo alguno, que era intocable, que estaba un poco por encima del resto. Y
por su actividad iba siempre acompañado por su arma. Una distinta a la usada
esa noche, pero arma al fin. Ya era una parte suya.
Ahora ya arrimándose a cumplir 30, con mujer y una hija, tenía
todo para sentirse pleno. Solo el contexto, el país, dejaba mucho que desear.
Había retornado la democracia hace varios años pero todo era difícil. El se
mantuvo al margen de los conflictos carapintadas. Se encerró en su
profesionalismo y en la cadena de mandos. No le gustaba la política. Tampoco
quería saber nada que lo identifiquen con la dictadura. El había cumplido los
22 en Malvinas y desde ahí arrancaba su historia, al menos eso pretendía. No se
consideraba un “héroe de Malvinas” como decían algunos. Combatiente, se definía.
Tampoco excombatiente. Si la patria lo requería, estaba preparado para el
combate. Por eso no aceptaba lo de excombatiente.
Ese verano decidió tomarse una vacaciones en serio. Pequeño burguesas
le hubieran parecidos a sus ex compañeros de la secundaria. Merecidas, pensaba él.
Depto de 3 ambientes en Mar del Plata. Segunda quincena. La primera noche, con
su mujer e hija ya dormidas luego del largo viaje y un par de horas en la
playa, decide quedar despierto un buen rato más. Con el living-comedor a
oscuras, abre la ventana y se sienta con medio cuerpo afuera. Enciende un
cigarrillo y le invade una sensación de realización. Lo había logrado. Una
ambición modesta, una vocación que le permitía vivir de lo que le gustaba, una
familia, casa en un barrio y un auto. No le faltaba nada, y antes de cumplir
los 30.
Justamente desde la ventana, donde fumaba tranquilo,
orgulloso, podía ver cuatro pisos más abajo, cerca de la esquina, el techo de
su auto. Un 504 bastante nuevo, no cero kilómetro, pero muy decente. El techo
verde metalizado brillaba, a pesar de estar algo sucio, bajo el amarillo
intenso de la lámpara. Llevaba ya un rato contemplando el auto, detalle que
cerraba el panorama exitoso que había construido en su cabeza, cuando ve
acercarse una persona. Inmediatamente le llama la atención. Se acerca a la
puerta del conductor, mira disimuladamente a ambos lados, y saca del bolsillo
algo que comienza a introducir en la cerradura.
En un instante desaparece la imagen pasiva y de catálogo que había construido en su cabeza retornó el monte, el casco, el enemigo, las balas trazantes, los años de entrenamiento, el enemigo, la guerra, el enemigo. Instantes muy breves pero transcurridos como en una cámara lenta interminable. Mientras el cigarrillo caía al piso del living con la misma mano tomaba su arma que llevaba en el cinto, a su espalda. Sin decir una palabra (eso es de policías, no de soldados), apuntó al intruso que a todo esto alcanzó a abrir la puerta del auto y disparó tres veces. Seguidos, secos, acompasados. El hombre se desplomó sobre la calle. El marino se largó escaleras abajo los 4 pisos y en menos de un minuto estaba en la calle. Ya había varios curiosos a la vuelta del hombre que le impidieron verlo de inmediato. Pero si pudo ver el auto. Había algo extraño, las ruedas, el paragolpes, algo le resultaba poco familiar. Levantando la vista lo ve. Auto de por medio, más cerca de la esquina, alcanza a reconocer su Peugeot 504, estacionado, tranquilo, intacto. Mismo color pero un poco más viejo que el auto estacionado con la puerta abierta. A la par, el hombre tendido, muerto, con su llavero todavía en la mano.
En un instante desaparece la imagen pasiva y de catálogo que había construido en su cabeza retornó el monte, el casco, el enemigo, las balas trazantes, los años de entrenamiento, el enemigo, la guerra, el enemigo. Instantes muy breves pero transcurridos como en una cámara lenta interminable. Mientras el cigarrillo caía al piso del living con la misma mano tomaba su arma que llevaba en el cinto, a su espalda. Sin decir una palabra (eso es de policías, no de soldados), apuntó al intruso que a todo esto alcanzó a abrir la puerta del auto y disparó tres veces. Seguidos, secos, acompasados. El hombre se desplomó sobre la calle. El marino se largó escaleras abajo los 4 pisos y en menos de un minuto estaba en la calle. Ya había varios curiosos a la vuelta del hombre que le impidieron verlo de inmediato. Pero si pudo ver el auto. Había algo extraño, las ruedas, el paragolpes, algo le resultaba poco familiar. Levantando la vista lo ve. Auto de por medio, más cerca de la esquina, alcanza a reconocer su Peugeot 504, estacionado, tranquilo, intacto. Mismo color pero un poco más viejo que el auto estacionado con la puerta abierta. A la par, el hombre tendido, muerto, con su llavero todavía en la mano.
(inspirado en una noticia real)