sábado, 6 de diciembre de 2014

EL PLACER DE LO PROHIBIDO

A fines de los 70 yo cursaba en la UNT. Y en uno de esos años Tucumán fue sede del Campeonato Argentino de Básquet, el “más argentino de los campeonatos” como se lo conocía. Yo estudiaba con mi gran amigo de toda la vida, Lorenzo, y además me refugiaba en su casa, en Ranchillos, días enteros. Mi amigo era aficionado al deporte de la canastita, y a mí también me gustaba. Tucumán ya había llegado a semi-finales, o algo parecido, así que decidimos ir a ver los partidos de esa noche.
La sede del campeonato era la cancha del Club All Boys, de calle Uruguay al 1500. Y siguiendo una costumbre muy de pueblo, mi amigo tenía un contacto que nos iba a permitir ingresar sin la entrada. No es que hayan estado agotadas, ni que fueran prohibitivas de caras, pero par una par de estudiantes universitarios algo golpeados por la realidad, la posibilidad de entrar sin pagar no dejaba de ser atractiva. El facilitador era un amigo de Ranchillos recientemente ingresado a la fuerza policial y que esa noche iba a estar asignado al operativo de seguridad del evento. Así que todo estaba arreglado. Era un trámite.
Arribamos a la hora señalada, cuando ya estaba por empezar el partido previo al que nos interesaba, que era el que jugaba Tucumán, con sus estrellas del momento, entre ellas el Negro Romano, el Checha Figueroa y etcéteras, como diría Dolina. Nos hacemos presentes en la esquina de 12 de Octubre e Italia, en la época en que el alumbrado público consistía, en el mejor de los casos, de una pantalla con un foco de 300W en la esquina y con suerte otro ídem a la media cuadra. Hasta mis recuerdos se me aparecen en blanco y negro. Y efectivamente, el contacto se presenta a los pocos minutos. Habla con mi amigo, y salimos caminando detrás de él en dirección a la entrada principal, sobre calle Uruguay a mitad de cuadra. Charlaban distendidos durante la cuadra y media que nos llevó llegar a la puerta principal mientras yo acompañaba en silencio. El amigo, de uniforme, se arrima a la puerta, habla en voz baja con uno de los custodios, y alcanzo a ver el típico gesto negativo con la cabeza, mientras explica vaya a saber qué cosa, para finalmente señalar en dirección de calle Lucas Córdoba. El amigo de mi amigo regresa, nos hace retroceder y nos cuenta que por ahí será imposible entrar, hay mucho control de la organización, gente de Buenos Aires. Le informaron que nos haga ingresar por el portón de calle Lucas Córdoba, reservado para vehículos de la organización y custodiado por efectivos de la provincia. Caminamos la cuadra que nos separan del portón y el policía amigo lo golpea, atiende un colega y se produce otro diálogo que desde mi óptica era casi calcado del anterior. La negativa con la cabeza con el agravante que ya ni siquiera le propone una alternativa. Nuestro amigo regresa un poco apesadumbrado comentando que es imposible entrar por ahí, que hay mucho control.
Mientras volvíamos hacia la esquina de Lucas Córdoba y Uruguay yo hago la sugerencia algo inocente “y si compramos las entradas y entramos de una vez?”. Antes de que alguien me conteste aparece un patrullero. Un Torino algo maltrecho, de un color azul envejecido idéntico al de esos buzos que nos hacían comprar para educación física, que ya desde la vidriera de La Tropical parecían viejos. El amigo policía, a esta altura ya convertido en pariente cada vez más cercano, se acerca al chofer del Torino y le empieza a hablar. A los pocos segundos se abren la puerta del acompañante y una de las traseras. Un frío helado me recorre instintivamente la columna. Se bajan dos policías sin ningún tipo de carencia nutricional y nuestro amigo nos dice “suban”. Ante la mirada atónita de Lorenzo y la mía, nos aclara: “ellos van a ingresar por el portón, vayan en el auto y se bajan adentro”. Entro por la puerta de atrás y mi amigo por la de adelante. Quedamos los dos sentaditos al medio de los asientos, flanqueados cada uno por dos servidores públicos convenientemente armados para la ocasión. Sin mediar palabra, el Torino se dirige al portón que nos acababa de negar la entrada. El portón se abre de par en par y el Torino avanza. Cuando llega el chofer a la altura del portón, se acerca un uniformado y mira adentro del vehículo. Y dice con voz firme que no deja lugar a rebatidas: ustedes 4 entran, esos dos se bajan aquí. Los policías del auto nos miran y dicen “lamento muchachos, hicimos lo que pudimos”.
Regresando con ya varias derrotas a cuestas hacia Uruguay y Lucas Córdoba volvemos a ver a nuestro policía amigo que nos pregunta “qué pasó”. Le contamos lo ocurrido y yo insisto con lo de comprar la entrada y dejar de joder. A todo esto el partido previo ya había terminado y Tucumán ya estaba por salir a la cancha. Pero este flamante cabo amigo se sentía en la obligación de cumplir con su promesa y no iba a rendirse tan fácilmente. Mientras pensaba qué recurso faltaba implementar, vemos aproximarse un colectivo de larga distancia entre la multitud. Nuestro pariente adoptivo, ni lerdo ni perezoso, detiene al ómnibus y se acerca a conversar con el chofer. Acto seguido la puerta se abre. Y el amigo nos dice: “suban, es la delegación de Entre Ríos, ellos van a ver el partido y entran sin pagar”. Ya curados de espanto y sin cara alguna, trepamos al colectivo para encontrarnos con una docena y media de chicos promediando el metro noventa y cinco y todos con unas camperas blancas con las letras “Entre Ríos” en cursiva. El colectivo avanza media cuadra y se detiene al frente de la puerta principal donde nos rechazaron la primera vez. El chofer abre la puerta y la delegación baja trotando y pasan libre por la puerta, que se despejó para la ocasión. Entre los atléticos lungos nos largamos con mi amigo, en ropa de calle, tratando de actuar un trote lo más profesional que nuestras raquíticas realidades nos permita para no desentonar tanto con el resto del grupo. Antes de arribar siquiera a la puerta un par de custodios nos sacan de la fila al grito de “estos no son”, dejándonos a nuestra suerte entre un grupo numeroso de oportunistas que se amontonaban alrededor del ingreso esperando vaya a saber qué ocasión para entrar. Terminado el ingreso de los entrerrianos, la puerta se vuelve a cerrar y la policía intenta dispersar a la muchedumbre, entre la que quedamos depositados. Y sin mediar palabra aparece un grupo de uniformados al mando de una media docena de Dobermans que logra la dispersión que los bastones al principio no lograron. Yo, actuando con orgullo y haciéndome al conocedor de perros, me alejo a paso normal y despreocupado, y mientras vuelvo la cabeza para mostrar mi temple al policía, veo que un can erguido en sus dos patas y sostenido por la correa me respiraba a escasos 10 cms de mi cara mientras hacía sonar sus dientes como un cocinero chino picando para un wok.
A esa altura ya Tucumán estaba jugando el último partido de la noche. Y ya era innegable que nuestra estrategia para entrar sin pagar había fracasado de todas las maneras imaginables. Nunca volvimos a encontrar al preocupado facilitador. Aproveché que los revendedores ya estaban intranquilos con los remanentes de entradas sin vender y pude conseguir un par a menos del precio oficial. Así, derrotados pero aceptando la realidad, encaramos la puerta principal con las entradas en la mano y nos dejaron entrar sin problemas, sin siquiera reconocernos de nuestros intentos anteriores. Para cuando llegamos a ubicarnos en las tribunas de madera, ya promediaba el segundo cuarto. Demás está decir que nunca logré engancharme en el partido. La aventura para entrar a la cancha me había dejado exhausto.