Puñado de ideas.
Mauricio, la Libertad
y la Igualdad.
Luis O. Corvalán
Tucumán, 17 de enero de 2013
Hoy en día
está en debate el tema del boleto del subte, entre otras cosas. La diferencia
entre los puntos de vista viene de la diferencia de concepción de cada sector
de la cosa pública. Caído un poco en desuso, el debate de las ideas extremas es
casi inexistente en la crónica cotidiana. Sin embargo, lo diario pasa a ser un
sin fin de sutilezas y matices que provocan cambios de rumbo que sin embargo tienen impacto importante en el ciudadano de a pie.
Creo que son
aceptadas por una gran mayoría de la población las dos características más
preciadas de la condición humana, surgidas de siglos de historia pero
consolidadas relativamente hace poco, a partir de su planteo explícito en
épocas de la
ilustración. Me refiero a las siguientes: todo hombre es libre y todos los hombres son iguales.
A partir de
estas premisas se elaboraron filosofías económicas que son las que
prevalecieron en el siglo XX y que dividieron al mundo en dos grandes bloques
de pensamiento: el liberalismo en toda su concepción ponía énfasis en la
libertad del hombre, y lo trasladaba al plano económico, basándose en las
teorías de Adam Smith. Esto significa un repliegue completo del estado en las
cuestiones económicas y dejando todo al juego de la oferta y demanda, que de
manera natural y automática regularía precios, incentivaría la producción de
bienes demandados, establecería niveles de sueldos, jornadas laborales y como
consecuencia contribuiría a la “riqueza de las naciones” y un hipotético
bienestar general. Este sistema llevado a la práctica y dejando que el
desarrollo económico se comporte de manera “natural”, lejos de promover el
bienestar general condujo a un sistema económico darwiniano. A mi entender,
Charles Darwin comprendió mejor que Smith lo que significa dejar todo en manos
de fuerzas naturales: significa el prevalecimiento del más fuerte, la famosa
selección natural. El liberalismo ha generado enormes desigualdades. Si hubo
países que lo aplicaron con cierto grado de éxito, fronteras adentro, fue por
que se sustentaban en la explotación o rapiña de países más débiles que no
podían imponer términos de intercambios justos o equitativos. Esto permitió a
ciertos países centrales “exportar” de alguna forma las enormes desigualdades
que el liberalismo económico provoca. Garantizar la “libertad” como máxima
condición humana significaba sacrificar por completo el concepto de “igualdad”
entre los hombres.
La otra
corriente filosófica pone en primer término el concepto de igualdad entre todos
los hombres. El más claro teórico que llevó esto al plano social y económico
fue Carlos Marx. Como sabemos, su finalidad era ir cumpliendo etapas hasta
llegar a una síntesis final que era el comunismo y la prescindencia final del
dinero, ya que todo estaría en un plano de igualdad garantizado por una
intervención completa por parte del estado. Imponiendo condiciones de vida,
vocaciones, actividades, autorizando que se puede leer, que no, las creencias
religiosas y miles de detalles que hacen a la vida cotidiana. O sea que imponer
el cumplimiento a rajatabla de la “igualdad” entre todos los hombres
significaba una claudicación casi completa de su “libertad”.
Las peleas
entre estas dos visiones extremas fue durante largas décadas las peleas entre selectas
minorías, dejando en el medio una masa importante de gente que no le interesaba
o desconocían las profundas raíces conceptuales de ambos extremos y simplemente
buscaban una buena calidad de vida. Llevó casi todo el siglo XX descubrir, si
es que podemos afirmar que lo descubrimos, que ninguno de los dos sistemas es
apto para lograr una calidad de vida aceptable para una comunidad diversa y
policromática como la que existe en el siglo XXI, con un sistema de
comunicación global e instantáneo que permite el contacto directo entre pares,
sin intermediación de autoridades o límites geográficos. Los gobiernos van a
tener que prestar mucho más atención a las demandas y anhelos generales porque
manifestaciones capaces de voltear un gobierno se pueden convocar por las redes
sociales, sin salir de casa, sin imprimir un panfleto. Aquí radica un
incipiente camino que puede conducir a una nueva manera de plantearse la
política que aparentemente no se aprecia desde las cumbres borrascosas por
donde deambulan nuestros patéticos dirigentes, tanto oficialistas como
opositores.
Los países que
lograron cierto éxito en la gestión de su estado, y por éxito me refiero a
bienestar de su pueblo, aprobación democrática de la gestión, solvencia
económica sostenida, equilibrio aceptable con la naturaleza, libertad de
expresión, derechos humanos, independencia en su política exterior y algunos
otras cosas que se pueda agregar, en su gran mayoría han logrado hacer una
síntesis sostenida y eficiente de las dos premisas planteadas al principio:
libertad e igualdad.
Esta síntesis
se refleja en un estado que garantiza educación, salud, seguridad, vivienda,
seguridad social para la vejez, sueldos y jornadas de trabajo dignas, un
sistema judicial eficiente. Y por otro lado promueve su desarrollo económico
creando las condiciones internas necesarias e insertándose en el mundo
comercialmente para garantizar la colocación de sus productos y negociando y
tomando medidas para evitar que el comercio desleal hiera la producción local.
Ciertas áreas estratégicas o muy sensibles de la economía quedan en manos del
estado: la provisión de agua potable y cloacas, el manejo de recursos no
renovables y la prestación de servicios de comunicación y transporte, en
particular a lugares que no resulten atractivos para las empresas privadas
específicas.
Un ejemplo que
nos molesta particularmente a los argentinos son los subsidios agrícolas que
aplican países de la Unión Europea.
Pero si uno se detiene a analizar el criterio que aplica
Francia, por ejemplo, y que es el siguiente: transferirle una parte de los
recursos de los sectores rentables y competiditos franceses a su campesinado le
garantiza la rentabilidad suficiente para que su permanencia en el campo le
resulte atractiva. Si no lo hiciera, el campesino vende su propiedad, a bajo
precio por no ser rentable, y termina mudándose a la ciudad, generando un
problema que resulta más costoso para la sociedad en su conjunto. Por otra
parte, la venta del campo contribuye a la concentración de la propiedad de la tierra
y esto redunda en el cultivo extensivo, el monocultivo, la industrialización
del agro con expulsión de mano de obra rural y desaparece la variedad de oferta
de frutas, hortalizas e incluso ganado diverso.
Aquí está el
ejemplo de intervención estatal con un sentido integrador como una manera de
garantizar un funcionamiento armonioso del conjunto de la sociedad. Mala
palabra entre los liberales, pero que llegada la crisis del sistema capitalista
no dudan en exigir auxilios estatales para su máximo exponente: el sacrosanto
sistema financiero. Paralelamente al ejemplo del subsidio mencionado, eso no
impide tener una economía competente, una clase trabajadora bien paga y con los
servicios indispensables ya mencionados.
Es un ejemplo
puntual y no es extrapolable. Cada país tiene sus características, su
geografía, sus recursos naturales, idiosincrasia, etc. El diseño de país debe
ser un tema consensuado y definido, aceptado entre las grandes mayorías y
permanecer medianamente inalterable independientemente del color político del
gobernante que se elija. La lección que se debería haber aprendido en la crisis
de fines del 2001 es que gobernar a espaldas de las necesidades de la gente
tiene un límite. El pueblo ya se cebó y conoce su capacidad de reacción, que la
movilización rinde frutos y que el gobernante debe representar sus intereses. Y
está en el dirigente percibir estas necesidades y expresarlas claramente.
El rol del
estado es lo que está en debate. Veamos una comparación. Una empresa privada
tiene un objetivo muy definido: el lucro. Esto se logra minimizando costos y
maximizando ingresos. En la reducción de costos está la pelea por los salarios
que paga, el costo de sus insumos presionando a proveedores y su relación con
el mercado. Si tiene una posición dominante en el mercado, incidirá sobre los
precios de venta. Todas estas variables las maneja de manera de maximizar sus
resultados. Y una de sus acciones será presionar para pagar lo mínimo en
impuestos, y de no tener éxito en esto lo trasladará indefectiblemente al
consumidor.
El estado en
cambio debería tener una filosofía muy distinta, algo que a los liberales les
cuesta entender. El estado recauda de diversas fuentes y es el responsable de
mantener un equilibrio en la
sociedad. Una búsqueda de resultados en un sector determinado
puede resultar el la quiebra de otro y el problema generado puede significar
una pérdida en el conjunto superior al resultado obtenido en el primer sector.
Un ejemplo para que se entienda: fue criticado por décadas el déficit de los
ferrocarriles. El famoso millón de dólares diarios que perdían era el
latiguillo favorito de Bernardo Neustadt en su campaña privatizadora.
Finalmente el sistema ferroviario se desmanteló. La consecuencia fue la pérdida
de 90 mil puestos de trabajo directos, la incomunicación de muchos pueblos del
interior que redundó en su extinción, la quiebra de economías regionales, la
migración de esos desocupados al conurbano de Buenos Aires con un enorme
impacto social y finalmente la necesidad de implementar subsidios y auxilios
estatales para garantizar una mínima subsistencia en sectores que literalmente
se “morían de hambre”. El famoso millón de dólares diarios era un costo
insignificante para lo que terminó costando el cierre del tan mentado servicio deficitario.
Es sencillo comprobar con números crudos hoy que de deficitario no tenía nada.
Permitía el funcionamiento de un país enormemente extenso y poco poblado, con
distancias enormes que se podían sortear de manera barata, transportando
personas y productos a costos muy accesibles. Lo que aportaba esa actividad
superaba en creces el costo de mantener al ferrocarril. Hoy los pocos
ferrocarriles que casi exclusivamente atienden el área metropolitana, son
explotados por empresas privadas que necesitan resultados positivos para
justificar su intervención. Estos resultados se garantizan con subsidios
estatales que superan ampliamente el costo histórico de mantener todo el país
comunicado con el viejo sistema ferroviario.
La excusa para
privatizar todas las empresas estatales supuestamente deficitarias era lograr
el equilibrio fiscal, para así dedicar los recursos a la salud y la educación y
por supuesto la seguridad, tan cara a los liberales. El resultado no podía ser
más opuesto: se disparó la deuda, se dilapidaron capitales y bienes logrados
con el ahorro y sacrificio de generaciones de argentinos, se entregaron los
recursos naturales, se cerraron y desmantelaron empresas estratégicas como los
mencionados ferrocarriles, fabricaciones militares y tantas más y terminó
estallando todo en un mar de deuda, déficit inmanejable, desocupación y miseria
que sorprendió al mundo entero, siendo Argentina un país inmensamente rico.
Esto último quedó demostrado por su capacidad de reacción en los años
siguientes.
Hoy un empresario
liberal de alma y con su cabeza formateada para solo entender en esos términos,
si es que los entiende, está manejando los destinos del subterráneo de Buenos
Aires, entre otras cosas. Lo primero que hizo fue más que duplicar el boleto y
ahora lo quiere llevar a valores más altos todavía, en busca de un “resultado”
que lo único que hará es desequilibrar los otros factores económicos, en
particular los ingresos de los cientos de miles de viajeros que usan a diario
el servicio. Mejorará, solo probablemente, el resultado de la explotación del
subte, pero se resentirá el consumo en todo el resto de la economía, al ver los
trabajadores y empleados mermado su poder adquisitivo, impactando en el
conjunto de la economía, y resintiendo la recaudación general del estado. Se
evita un subsidio que sale de las arcas del estado, mermando por otra parte la
actividad de cientos de otros factores que también aportarán a las arcas del
estado, con sus impuestos directos y sus puestos de trabajo.
Facilitar los
negocios para garantizar utilidades a los grandes grupos y esperar el mítico
“derrame” que jamás ocurrió en la historia, dejó de ser una filosofía errada
para convertirse simplemente en una estrategia perversa de transferencia de
ingresos hacia los privilegiados de siempre. Eliminar el AUH y bajar las
retenciones a la soja es el deseo de muchos políticos y es exactamente eso.
Sacar dinero del bolsillo de los pobres y colocarlo en las arcas de los grandes
exportadores. Otras latitudes han demostrado que es perfectamente viable hacer
excelentes negocios inmersos en una sociedad que cuida a sus ciudadanos, donde
se pagan buenos sueldos garantizando un mercado interno, se ofrecen servicios
de calidad, se subsidia a sus medios de transporte como un aporte a la calidad
de vida y viabilidad económica a las distintas regiones y finalmente recurrir
al sistema financiero es una decisión estratégica puntual y no una necesidad
corriente que obliga a la aplicación de recetas genéricas externas que han
demostrado hasta el agobio su fracaso.
Resumiendo, mi
opinión es que la solución ideal pasa por encontrar el equilibrio entre
“libertad” e “igualdad”, atributos innegables de cada ser humano y en base a
esto definir el rol del estado para contribuir a la construcción de una armonía
y equilibrio en la comunidad que nos toca. Se puede lograr y como dije al
principio, ciertos países han alcanzado algo parecido, como los escandinavos.
Todo es perfectible y debe adaptarse a cada caso particular. Es un desafío
realizable, pero no en manos de dirigentes comprometidos fervientemente con uno
de los atributos en detrimento del otro. Cualquiera que sea.