Mi primer aplazo en la Facultad, el único y más traumático,
fue en Teoría de las Máquinas Eléctricas. Si fuera en el marco de un juicio,
podría negar el hecho por completo, ya que el profesor, sabiendo que era mi
materia favorita y lo mucho que significaba, tuvo la gentileza de no asentar el
antecedente en mi libreta universitaria e hizo de cuenta que yo no me había
presentado a rendir. Este hecho cambió mi vida. En una intimidad inexpugnable
lloré sin consuelo, no por la derrota sino por las circunstancias. Con menos de
un año por recibirme estalló el inestable equilibrio que me permitía vivir como
hijo que estudiaba y trabajaba en proporciones acomodables y tuve que pasar a
mantenerme como ser independiente con un trabajo que ocupaba 11 horas de mi día.
Me dormía sobre los apuntes y veía como una época valiosa de mi vida se convertía
en angustia y esfuerzo excesivo. Enfrentar la realidad tuvo, sin embargo, sus
beneficios.
Bajé la persiana a mis estudios formales y me zambullí de lleno a leer sobre historia. Devoré libro tras libro arrancando desde los persas, pasando por griegos y romanos, el medioevo, la “conquista americana”, la ilustración y finalmente explayarme en historia de EEUU y Argentina. Comprendido a grandes rasgos el contexto en que me tocó largarme a la vida, proceso que me llevó 4 años, me reconcilié con mi carrera. Tomé, sin embargo, una decisión que hasta el día de hoy mis colegas me critican, con cierta razón. Volví a la facultad con la intención de aprender todo lo que me pudieran dar los excelentes profesores que tuve en suerte para la especialidad que para entonces tenía muy bien definida: las máquinas eléctricas. El resto no me interesaba, razón por la cual sabía que no iba a recibir el título jamás. Entre mis prioridades estaba más el aprender que demostrar con un papel el haber aprendido. Estimulé a mi hijo a que haga exactamente lo contrario y me devolvió con creces más de lo que esa insuficiencia propia me pudo haber frustrado. Pero lo mío se convirtió en una muy placentera historia sin fin. Sin esa frontera alcanzada que permite bajar los brazos y reclinarse en la silla mirando ese papel con escudos y firmas en la pared, mi karma fue no parar nunca de estudiar. Y así continúo hasta hoy. Se le atribuye a Sócrates la frase “Solo sé que no sé nada” que yo con igual irresponsabilidad interpreto: cuanto más aprende uno es más conciente de lo que falta aprender. La ignorancia nos coloca en la comodidad de desconocer lo que carecemos y hacernos sentir saciado de nada.
Bajé la persiana a mis estudios formales y me zambullí de lleno a leer sobre historia. Devoré libro tras libro arrancando desde los persas, pasando por griegos y romanos, el medioevo, la “conquista americana”, la ilustración y finalmente explayarme en historia de EEUU y Argentina. Comprendido a grandes rasgos el contexto en que me tocó largarme a la vida, proceso que me llevó 4 años, me reconcilié con mi carrera. Tomé, sin embargo, una decisión que hasta el día de hoy mis colegas me critican, con cierta razón. Volví a la facultad con la intención de aprender todo lo que me pudieran dar los excelentes profesores que tuve en suerte para la especialidad que para entonces tenía muy bien definida: las máquinas eléctricas. El resto no me interesaba, razón por la cual sabía que no iba a recibir el título jamás. Entre mis prioridades estaba más el aprender que demostrar con un papel el haber aprendido. Estimulé a mi hijo a que haga exactamente lo contrario y me devolvió con creces más de lo que esa insuficiencia propia me pudo haber frustrado. Pero lo mío se convirtió en una muy placentera historia sin fin. Sin esa frontera alcanzada que permite bajar los brazos y reclinarse en la silla mirando ese papel con escudos y firmas en la pared, mi karma fue no parar nunca de estudiar. Y así continúo hasta hoy. Se le atribuye a Sócrates la frase “Solo sé que no sé nada” que yo con igual irresponsabilidad interpreto: cuanto más aprende uno es más conciente de lo que falta aprender. La ignorancia nos coloca en la comodidad de desconocer lo que carecemos y hacernos sentir saciado de nada.
Expresado este largo e intimo preámbulo paso a ocuparme de
mi costado incorrecto políticamente. Cuando discuto con un colega o cuando me
consultan sobre mi especialidad, me hago respetar y no admito cuestionamientos
si sé objetivamente que el interlocutor no tiene la preparación necesaria en el
tema en cuestión. Estos casos son lo menos. La mayoría de mis colegas me
consultan porque saben cuales temas manejo con soltura. Y a mi vez hago
exactamente eso: conozco bien cuales son mis amigos y colegas que son duchos en
los temas que desconozco y los consulto con el respeto y reconocimiento que se
merecen. Es un aspecto muy saludable de mi profesión (y seguramente de otras)
que disfruto. Y no hay motivo para no disfrutar de un curso de capacitación
donde yo, con mis casi 60 años, me siento cuaderno en mano a aprender de un
especialista de 35 o 40 años que te llena la cabeza de novedades.
Pero cuando de política se trata, en cualquier mesa de bar
hay que bajar el copete y escuchar sermones de cualquier desinformado que te alecciona
como especialista porque la noche anterior entre fideos recalentados del mediodía
escuchó a Marcelo Bonelli o Jorge Lanata editorializar sobre la diaria. Y en
general me resisto a abrir la boca para no quedar como el taradito que se tragó
el relato.
Conclusión: el país se está yendo a la mierda mientras nos
indignamos por 9 millones de dólares que ingresaron a un convento de la mano de
un delincuente. En el interín nuestra deuda aumentó 40000 millones de dólares
(9 frente a 40000, así como se lee) sin que eso dignifique ningún titular de
diario. El debate que debemos dar excede cualquier tema cotidiano y no lo
levanta ni la dirigencia ni las autoridades ni los medios. Yo me resguardé en
un lugar donde el descontento social no me llevará puesto y como dije, mi hijo
tiene un pie en el mundo gracias a su esfuerzo y capacidad y no tiene por qué
estar condenado a este país que va camino a convertirse en un páramo neo
liberal inmanejable peor que el que conocimos hace apenas 3 lustros. El
aprender, repito, emite luz sobre lo que desconocemos. En cambio la ignorancia
nos da la sensación que lo sabemos todo. A su manera, nos lo dijo Sócrates hace
2400 años. Y esto vale para todos, dirigentes y tropa. FB fue una excelente
vidriera para compartir experiencias e ideas, pero es también causa de peleas y
desencuentros. Y como dije hace poco, estoy dudando de si vale la pena. Comencé
hace unas semanas un muro que se llama “Pensando un país” con la intención de
invitar a proponer ideas, proyectos, sueños, modelos, leyes, etc. que no
incluya la polémica diaria. Con la intención de encender alguna lámpara entre
la alicaída y camaleónica dirigencia. Pero ni eso me levantó el entusiasmo.
Lamento el estado de ánimo en este rubro, amigos. Para mi
consuelo digo que gracias a esto he vuelto con bríos a avanzar en mis estudios
profesionales, pero cayendo en la peor de mis pesadillas: que cada uno se salve
como pueda. Al menos lo intenté por bastante tiempo. Que pasen un feliz
domingo.