El aplomo de los años me permitió,
paradójicamente, disfrutar mi niñez, desde la distancia. Crecí
rodeado de libros, entre otras cosas. Y me doy cuenta que antes de aprender a
leer y escribir, aprendí a escribir a máquina. Mi viejo tenía su oficina. Un
cuarto grande, enfrentado con el living. La casa, una construcción magnífica de
1812, en Canadá, frente al Río San Lorenzo. En esos años la declararon
monumento histórico. Cuando él estaba en la Universidad, dando clases, yo
entraba a su estudio, agarraba una hoja de papel, indefectiblemente amarilla,
la colocaba en su máquina de escribir y comenzaba a teclear aleatoriamente. Tenía
4 años. En esa época no había fotocopiadoras y Octavio, cada vez que escribía
algo que le interesaba, colocaba carbónico y hacía al menos una copia en simultáneo
con el original. Lo vi escribir hasta por quintuplicado. Y por eso tenía resmas
de hojas blancas y otras amarillas para las copias. Esas eran las mías. Trababa
la máquina, enredaba la cinta, la rebobinaba sin ningún sentido, dejaba mis
dedos manchados de tinta por toda la cubierta gris de la Royal que tuvo por
años. Hoy el destino la puso en mis manos. Aun funciona. Importantes libros
sobre literatura hispano americana se escribieron con esa máquina. Cuando
aparecieron las primeras letras en la escuela, ya me eran familiares. Mi mundo
escrito empezó de molde. Eran las familiares, la de la máquina. Mis hermanas
que me llevaban algunos años, escribían en cursiva. Algo absolutamente
incomprensible para mí. Veía sus cuadernos y me parecían garabatos escritos en
una línea continua, sin solución de continuidad. No relacionaba esas líneas
largas llenas de curvas con mis conocidas letras de molde que estaban todas
separadas, una de otra. Preguntaba qué era eso y ambas me contestaban “son
deberes”. Cuando quedaba solo, agarraba cuadernos en blanco y garabateaba cualquier
cosa en cada hoja, con la excusa de estar haciendo “deberes”. No relacionaba
eso para nada con la “escritura”.
Para cuando
aprendí el abecedario y como escribir las palabras, ya estaba ducho en escribir
a máquina. Mis primeros escritos y breves relatos eran indefectiblemente hechos
con la Royal. En
papel amarillo.
Cuando mi
viejo estaba en casa, mi actividad se desarrollaba por los otros rincones. No
había que molestar, me daba cuenta sin que nadie me lo explicara. Los sonidos
de mi infancia, como esas célebres grabaciones de Janis Joplin de 1963,
transcurrían con el rítmico teclear de la máquina de escribir de fondo. Mi
viejo no me enseñó a escribir, pero no le hizo falta. El solo convivir con esa costumbre
de leer y escribir absolutamente todos los días que él tenía, por gusto y por
profesión, debe haber penetrado por mis poros por años. Un buen día, debe haber
sido allá por mediado de los 80, luego de 30 años de estar leyendo cosas,
apareció ese impulso por escribir. Recuerdo una tarea por encargo. Escribir un
análisis de 10 hojas sobre un libro a elección, pero que trate algún tema económico.
Empecé con cierto entusiasmo, leyendo, investigando. En el proceso cambié de
libro, luego se fue sumando el material, el tema me absorbió y terminé
escribiendo un libro de investigación de 60 páginas. Y desde entonces no pude
parar. Nada demasiado serio, ni largo, ni muy concreto. Algunos libros técnicos,
sin editar, historias sin terminar, cientos de artículos, comentarios, anécdotas.
Hago padecer a mis amigos del FB con algunos, otros van directo a mis blogs, la
mayoría descansan en una carpeta de “Escritos Propios” que se replican en mis
notebooks y discos rígidos de respaldo. Por eso, digo, de viejo puedo apreciar
lo crucial que fueron mis primeros, primerísimos años, esos previos a cualquier
jardín o primaria, cuando deambulaba aburrido por casa en los largos meses del
crudo invierno canadiense, rodeado de libros que no podía aun leer, teniendo
papel y máquina de escribir para escribir lo que nadie podría entender,
escuchando Ray Charles, Harry Belafonte, Perry Como y Elvis Presley, entre
otros. Realmente para cuando desperté al mundo, tenía el rumbo correcto
largamente establecido. Lástima el tiempo que me llevó valorarlo en toda su
dimensión.