Mis esporádicas visitas a Buenos Aires incluyen siempre una escapada de medio día a Nueva Pompeya, emblemático barrio donde tiene el taller un entrañable amigo de tres décadas. Un colega que se dedicó casi toda su vida a la reparación de grandes motores eléctricos y de inventar o solucionar lo insolucionable. Mezquino con sus conocimientos porque sabe que ahí radica su competitividad, al poco de conocernos empezó a desburrarme generosamente porque algo mío le cayó en gracia. Imposible de dejar su pasión sigue plenamente activo a los 87 años e incursionando en nuevos desafíos permanentemente. Ahora el fuerte suyo es la fabricación y reparación de bobinas para grandes hornos de inducción, como se ve en una de las fotos. Al mediodía siempre caemos a algún restaurante de la zona que permite disfrutar de los típicos platos que hicieron célebres a los barrios porteños. Esta vez una exquisita y abundante cazuela de mariscos regada por un torrontés que me atreví a sugerir de nuestra región que estuvo perfectamente a tono con la excelente comida. Compartimos además la debilidad de los helados de postre.
Con muchísimo para rememorar y ponernos al día. Como en una
ocasión que un conflicto entre un proveedor tucumano y el Ingenio Ledesma se
quiso zanjar con una reunión de “especialistas”, uno por cada parte. El
proveedor tucumano me pidió si podía ser su perito de parte ya que Ledesma
estaba mandando a “su” especialista para inspeccionar el trabajo en cuestión.
Yo llegué una hora antes para coordinar la estrategia con el asustado
empresario con la intención de ganar unos días para poder resolver una curiosa
falla que no podíamos eliminar a pesar de varios intentos y modificaciones.
Cuando llegó el vehículo del Ingenio y veo bajar al “especialista” no pude
contener la carcajada. Era nada menos que mi entrañable amigo. Canchero,
astuto, porteño de arrabal a pesar de su origen mendocino, sin siquiera mirar
la máquina en cuestión me agarró del brazo, me llevó aparte y me dijo: “seguro
que hiciste esto y esto, verdad? Ahí está el problema, que pelotudo que sos, y
eso que sos el especialista en eso, cómo se te puede pasar?”
Sin que se le escape una insinuación sobre mi incompetencia,
se dirige al dueño del taller y le dice: “necesitamos unos elementos que son
indispensables para resolver esto de una buena vez, se puede encargar?”. A lo
que el empresario tucumano contestó titubeante: “pida no más, le conseguiremos
todo lo que necesite”. El porteño respondió “una muzza, una especial, una
calabresa y 6 cervezas, con eso andaremos bien.” A partir de ahí todo fue
distensión. Mientras comíamos y bebíamos los operarios iban haciendo las
modificaciones en la máquina, turnándose para poder participar del convite.
Para cuando la conversación ya mostraba los síntomas de los cereales fermentados,
la máquina en cuestión ya funcionaba de maravillas. Mi amigo López, el Vasco
Viejo como lo llamo de vez en cuando, nos lleva a un lugar reservado al
empresario local y a mi y le dice: “yo esto lo hago solo porque está mi amigo
Luisito de por medio. Mi intención era llevarme la máquina a Buenos Aires”.
Esta es solo una de interminables anécdotas que compartimos
con Raúl López, amistad que me permitió llegar desde las minas del altiplano
hasta los confines de la Patagonia. Hoy una parte de lo aprendido le retribuyo
respaldando técnicamente las modificaciones e inventos que toda la vida lo
hacía a puro “olfato” o prueba y error. Hoy cuenta con la colaboración de mis
sofisticadas planillas de cálculo que no comparto con nadie más. No hay retiro
en su horizonte. Lo vivo retando por su obstinación por el trabajo y su querido
taller, único local que pudo salvar del holocausto industrial de Martínez de
Hoz que lo transformó de un gran empresario en un pequeño artesano
especialista, a pesar de lo cual su infraestructura y capacidad técnica supera
a la de cualquier colega de nuestra región. La biología me insinúa que no lo
tendré demasiado tiempo conmigo, a tiro de teléfono. Razón por la cual estas
visitas se hacen cada vez más necesarias y emotivas.
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